miércoles, 26 de mayo de 2010

Cap 06 : Vicky nos reserva una mesa

La chica de la entrada nos comenta que en el restaurante del Madrid no hacen reservas. Mi padre dice que sí, que lo sabe, que quiere hablar con la encargada. La chica, sin dejar de sonreír, dice que va a llamarla. Al poco tiempo baja Vicky, también sonriendo y sabiendo qué es lo que le va a pedir mi padre.

-Me gustaría una mesa para mañana a las dos y media. Para seis personas y tres niños.
-Ya sabe que no hacemos reservas.
-Sí, si ya tengo una tarjeta suya de otra vez que vine. Soy el socio seiscientos veinte y querría saber si es posible lo de la mesa para mañana.

Mi padre utiliza su carné igual que un policía. Se lo saca de la chaqueta y se lo enseña a Vicky, que asiente. Veo entonces que ese carné tiene poderes porque Vicky mira un momento a su izquierda y se queda pensando, como si repasara todas las mesas del restaurante tratando de encontrar la que hemos pedido.

No ha tenido fácil las cosas mi padre. Toda su vida trabajando, sin ayudas, sin contactos, sin atajos, sin la visita de la suerte. El tipo de perfil que uno se imaginaría en una novela de Joseph Roth, en el Nueva York de los primeros años del siglo pasado. Mi padre ha trabajado como si fuera un inmigrante tratando de hacerse un hueco, como si cada mañana tuviera que recordarse qué es a base de echarle horas en una pequeña empresa, de esas que son como pueblos olvidados en los grandes mapas macroeconómicos.

Sigue el silencio. Bueno, Vicky, me digo, hay que reconocer que lo estás haciendo bien, porque con cada segundo más en silencio, mayor es el reconocimiento que le haces a mi padre. Toda una profesional Vicky, en serio. Toda una profesional que sabe hacer su trabajo.

-Puedo darles dos mesas apartadas para que pongan los carritos. Si quieren, se las enseño.

Mi padre y yo seguimos a Vicky. Es la primera vez que estoy en este restaurante y me sorprende lo amplio que es. Unos grandes ventanales permiten ver el campo. Nunca antes había estado en el Bernabéu sin la excusa de un partido. Como las casas vacías, sin público el estadio parece mucho más pequeño. Resulta un poco triste ver todas esas hileras de asientos vacíos. El césped esta descuidado. Hay más palomas picoteándolo que en San Marcos. Ni rastro de ese halcón que se las debe comer de tres en tres.

-¿Qué les parece? – nos dice Vicky, llevándonos a una mesa en el lateral del restaurante, casi encima de donde tenemos los asientos de abono.
-Perfecto – dice mi padre.

Y sí, no es una gran victoria. Tal vez todo esto sea una representación y Vicky guarde esta mesa para socios como mi padre. Un motivo para sentirse orgulloso por algo tan irrelevante como conseguir una reserva en un sitio en el que no la hacen. Una migaja como las que picotean las palomas.

-Mañana pregunten por mí cuando lleguen y yo les traeré – se despide Vicky.

Mi padre sale del restaurante contento. Mi abuelo le hizo socio cuando tenía trece años. Sesenta y uno años después, mis padres nos van a invitar a comer a sus hijos y a sus nietos por su aniversario de boda. Tal vez lo de Vicky sea un montaje, sí, pero mañana los enanos verán este estadio por primera vez y eso sí que es algo que les contaré.

-Voy a ver si le compro unas rosas a tu madre – se despide mi padre.