sábado, 7 de agosto de 2010

Cap 16 : ¡Que no se despierte!


Ver el segundo partido de la Copa de Europa, contra el Olympiakos, que se retransmite por la 1, me cuesta cuatro euros con veinte. La máquina para comprar un día de televisión está en la entrada del hospital, justo a la cafetería. Son tres pasos muy sencillos : meter el importe (exacto), seleccionar televisión o teléfono y marcar el código que aparece en el ticket que obtienes en el teléfono de la habitación. Después de desayunar y de echarle un vistazo a la prensa (entrevista con Helguera en El País, diciendo que el del 2000 sí que era un equipazo) cuento con cuidado las monedas y, aliviado por tener la cantidad que necesito, saco el ticket. El acto tiene algo de juego de azar : no sé qué tipo de partido he comprado.

La televisión es pequeña y está colocada sobre una base demasiado alta. La enana tiene que elevar tanto la cabeza para ver a los Lunnis que acaba desistiendo y vuelve a prestar atención a los juguetes de la cuna, agarrándolos y lanzándolos más lejos según la intensidad con la que le pedimos que no arroje los juguetes. Si se ve sin nada que tirar por encima de los barrotes de la cuna se agarra la vía por la que le ponen el Augmentine y se la quita, dejando que de su mano caigan unas gotas redondas, perfectas, en el suelo de la habitación. Mientras Marta llama a las enfermeras, yo me agacho con una toallita húmeda y me siento como el criminal que trata de borrar las pruebas.

Decir que no sé qué tipo de partido he comprado es mentir. Después de perder el primer partido de la Liga de Campeones, no ganar en casa a un equipo griego con nombre de colonia para hombres sería un suicidio. De lujo, sí, pero suicidio. Me imagino a los periodistas afilando ya sus titulares en el anuncio de lo que parece un nuevo año sin títulos. “No hay dos sin tres”, por ejemplo.

A las nueve menos cuarto enciendo la televisión, que hoy se ha centrado en el nivel uno de restricción de agua para Madrid, y veo el verde del campo, a los chicos formados y, de fondo, ese tema épico que me hace entrar en calor, como si fuera un pollo dando vueltas en un asador. Una par de horas antes he hablado con mi padre.

-No sé si voy a ir al Bernabéu – me dice – Me da pereza, sobre todo la vuelta.

En ese “sobre todo la vuelta” me resume lo que espera del partido. Hace un par de años nos habríamos ido los dos sin ningún problema. Ahora, cosas de la paternidad, me encuentro con el agua de la bañera lista, la toalla a mano, la crema hidratante junto a mí y una bolsa de El Corte Inglés. Con la bolsa pretendo envolver la mano en la que la enana tiene la vía. Si la enana vuelve a perder la vía temo que las enfermeras se venguen por la noche. Tan concentrado estoy en la bolsa que me pierdo el primer gol del Madrid.

¡El primer gol en el minuto nueve! Esa precipitación no casa bien con el espíritu de un equipo que a veces sale al campo como pensando que eso de jugar los noventa minutos es cosa de plebeyos con zapatillas con remiendos. En el Bernabéu, los goles tienen que llegar más tarde. ¿Acaso no recordó Sting que un caballero camina deprisa pero nunca corre? El pase de Beckham es preciso y Raúl lo coloca dentro de la red. Bajo la luz de la Copa de Europa, todo parece brillar.

El gol me sienta bien. El baño va como la seda y la enana, como queriendo colaborar con el buen ambiente de la habitación se come su puré sin dar problemas. Veo al Madrid ajustado, seguro de que pronto caerá el segundo Y, cosas de la vida, del fútbol y del Madrid, cuando estamos mirando todos para un lado del túnel esperando al tren que traerá el segundo gol, éste tren aparece por el otro lado, rápido y ajustado al poste, donde Casillas no puede llegar por mucho que se esfuerce en despertar al orangután que llevamos dentro y trate de estirar el brazo un poco más para rozar con los dedos el balón. Más que un cercanías, lo que vemos pasar es al AVE con el nombre de Kafes en la máquina principal. Pues nada, a empezar de nuevo, que esto es el Madrid.

Este gol de Olympiacos llega en el tercer minuto del segundo tiempo. Ahora la habitación está a oscuras y en silencio porque la enana ya duerme en su cuna. Marta también se duerme en el sofá en cuanto se tumba. A mi me queda la cama de los enfermos, lo que me hace sentir incómodo. Bastante mal rollo, por decirlo de una forma precipitada, como el juego del Madrid. Entran las prisas : todos ellos se veían en la sala de espera de los vuelos internacionales, jugando con su PSP y hablando por sus móviles de última generación y llegan estos griegos y les quitan la documentación.

Sin documentación surge el problema de la identidad. ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Y todo eso que da de comer a los filósofos. Los griegos, que nos tenían que echar una mano, que para eso son los padres de la filosofía, se desentienden el problema y se dedican a profundizar en la herida existencialista del Madrid. No es que hagan mucho, pero lo poco que hacen lo hacen bien, como su cocina. La desorientación también llega al banquillo y Luxa, donde dije Salgado, digo Diogo. Salen también Pablo García y Baptista y entran Gravesen y Soldado. Con la fama de Gravesen y el nombre de Salgado, lo que parecía un paseo por Atenas se convierte en una práctica en Esparta que Sergio Ramos se toma tan en serio que se lleva la segunda tarjeta roja de la temporada a casa.

Conforme pasan los minutos voy haciendo sitio en mi cama de hospital para que el Madrid, al que veo más y más pálido conforme se aproxima el final del partido, se tumbe junto a mí y se ponga en las manos de algún médico de verdad. Sería un ingreso de urgencias con unos síntomas que ya nos sabemos de memoria, como si describiésemos la eterna enfermedad del abuelo.

Y ahí está el médico de urgencias, tomando ya nota para abrirle la ficha (Que se le acelera el pulso y ya no sabe dónde tiene la cabeza), cuando Soldado, en un doble remate, le devuelve a cada jugador su documentación para que todos puedan coger su vuelo. Resulta extraño ver ese gol en una televisión tan pequeña, sin sonido, y sin poder celebrarlo, como si fuera un gol que nos hubieran metido. Me limito a apretar los puños y a golpear la cama.

La enana hace un ruido extraño. ¡Que no se despierte! ¡Que no se despierte!

(Al día siguiente le darán el alta a la enana y las cajas de bombones que les entregamos a las enfermeras no mostrarán todo nuestro agradecimiento por lo bien que se han portado con nosotros, logrando que el hospital parezca un hotel)

martes, 3 de agosto de 2010

Cap 15 : ¿Y tú, qué haces en la vida?


El domingo por la mañana vemos que la enana tiene la parte inferior del ojo derecho inflamada y morada. Como el día anterior estuvimos en el campo, en casa de unos amigos, pensamos que puede haberla picado algún bicho. La explicación que nos damos no es muy convincente, porque lo de bicho engloba tanto a Andrea, una tortuga de más de setenta años que se esconde por el jardín, como a las hormigas que se subían por los pantalones mientras comíamos. A pesar de no ser muy exacta, funciona como excusa y tratamos de seguir con el domingo como si nada hubiera cambiado : desayuno, paseo, comida y reunión con otros amigos.

Antes de terminamos el zumo de naranja del desayuno decidimos que lo más sensato es ir a urgencias para quedarnos tranquilos. Llegamos al hospital a las doce. Marta entra con la enana. Yo me quedo en el coche con el enano, esperando a que se despierte para juntarnos con las mujeres. Una hora después entro con él en la sala, llena de padres con sus hijos.

-Acaban de hacerle unos análisis y estamos esperando los resultados – me dice Marta.

El equipo de urgencias lo forman dos enfermeras, dos pediatras y una recepcionista. Cada cierto tiempo entra y sale un hombre con uniforme azul llevándose los botes de orina y de sangre y trayendo los resultados. Como nuestros resultados tardan en llegar, puedo fijarme en todos los casos que van presentándose : un niño que se ha caído de un columpio, una niña que lleva con fiebre dos días, un bebé que no para de llorar, un niño con una tos ronca, un niño al que le duele la tripa desde ayer. Me sorprende la forma en la que los padres explican su caso a la chica morena de recepción. Dan la información necesaria sin añadir nada accesorio. Pocas veces la recepcionista tiene que hace más de un par de preguntas para abrir la ficha que pasa a las enfermeras.

Al rato, la pediatra que nos ha atendido, una mujer de unos cuarenta y cinco años, alta, delgada y con ese aire de maestra exigente que pide a los alumnos que se adapten a su ritmo, se asoma y pronuncia el nombre de la enana.

-Los análisis nos son buenos. Han salidos bastantes leucocitos, por lo que hay una infección seria. Una tema de bacterias . Quiero que le hagamos una placa y que la vea el oftalmólogo para decidir si los antibióticos se los vamos a dar por vía oral o en vena. Si es así, me gustaría ingresarla unos tres días para tenerla controlada.

Desaparecen los planes y la posibilidad de que todo fuera causa del picotazo de un bicho. Los dos sabíamos que nos engañábamos. Uno de los escasos poderes que se te conceden cuando eres padre es el de presentir el futuro con unos pocas horas de antelación de una forma vaga. A veces es una intuición y otras, como en nuestro caso, la sombra del remordimiento. La palabra bicho desaparece y su lugar la ocupa la palabra ingreso.

No es necesario que nos repartamos los papeles. Yo me quedo con él y Marta es la que se lleva a la enana a hacer las pruebas. Después de hacerle la placa, con comentarios de todas las enfermeras que tratan a la enana hacia su ojo, le echan unas gotas en los ojos para dilatarle la pupila. Mientras, llaman al oftalmólogo de guardia, que se presenta vestido de calle y con una forma de responder a las preguntas de Marta que mezcla la profesionalidad con la molestia de haber dejado una comida de domingo para valorar lo que la pediatra llama celulitis.

Es la propia pediatra la que nos vuelve a llamar para explicarnos los resultados.

-El oftalmólogo no le ha dado mucha importancia y la placa no presenta nada raro. De todas formas, creo que lo más apropiado es ingresarla.

Marta pasa con la enana a una sala apartada, donde trabajan las enfermeras, con tres camas. Yo me marcho a dejar al enano con mis padres. En el camino, el programa de deportes comenta el partido del Madrid contra el Alavés.

-Este es un equipo que tiene problemas con el primer tiempo. Hasta ahora, todos los partidos los ha solucionado en el segundo tiempo.

El “hasta ahora” hace referencia sólo a cinco partidos y la mención al segundo tiempo, hablando del Madrid, sobra por obvia : el Madrid pierde sus partidos en el primer tiempo y los gana en el segundo. Voy a quejarme en voz alta, pero prefiero no alterar al enano, que mira la silla vacía de su hermana como si ya sospechara que algo no va bien.

Una hora más tarde vuelvo al hospital y doy en recepción el nombre de mi hija, pensado que ya le habrán dado habitación.

-Todavía está en urgencias – me dice.

Las dos siguen donde las dejé. A la enana le han puesto una vía en la mano izquierda. Para que no se la quite, le han colocado la mano sobre una base de unos diez centímetros y se la han fijado con varias tiras de esparadrapo blanco.

-El hospital está lleno. Van a ver si nos encuentran habitación en el San Rafael o si nos mandan a otro.

Sólo se permite la presencia de un adulto en la sala, así que nos vamos turnando. En la cama del fondo, una madre pasa lentamente las hojas de su revista junto a un bebé que duerme. En la de al lado, una niña de unos cinco años respira oxígeno con una mascarillla. Su madre le coge la mano derecha y se la acaricia sin decirle nada. Mi hija estira su brazo derecho, pidiéndome que la lleve a ver los dibujos infantiles que están colgados de las paredes : dos conejos de pie, un circuito con tres coches y la clasificación de la carrera en la que Alonso es el primero, seguido por Kimi y Fisichella y un campo de fútbol en el que los jugadores del Madrid son cuadrados y los del Chelsea, redondos, con un resultado de tres a uno a favor del Madrid. La enana parece fascinada por el dibujo de los dos conejos. Y yo, tras tener que llevarla a verlo varias veces, también.

Si en la sala podía ver trabajar a la recepcionista, aquí sigo el ajetreo de las enfermeras, preparándole las fichas a las pediatras, colocando bolsas para que los niños orinen, ordenando las muestras, repartiendo termómetros, colocando vías y haciendo visitas a otros departamentos a por material. Hablan entre ellas como si estuvieran solas. En un momento entra nuestra pediatra.

-¡Este es el peor día desde verano! – comenta una de las enfermeras.
-Me lo vas a decir a mí, que llevo aquí desde las diez. ¿Quién es el siguiente?

Miro el reloj. Son ya las siete. Beso a mi hija en la nuca. Nos pasamos la siguiente hora visitando a la pareja de conejos cada cinco minutos. La recepcionista nos llama para decirnos que en el San Rafael tampoco hay sitio, que podemos elegir entre ir a Torrelodones o pasar la noche en la sala, por si quedara libre una habitación. Le pedimos tiempo para pensarlo. Una de las enfermeras se nos acerca y nos comenta confidencialmente que a ella Torrelodones le gusta mucho. Recuerdo a esas vendedoras de entradas del Fringe, el gran festival de teatro alternativo de Edimburgo, que tenían prohibido comentar nada de las obras representadas pero que siempre dejaban caer un comentario sobre alguna sin mirarte y sin dejar de teclear.

Aceptamos la opción de Torrelodones. Sólo queda esperar a que manden una ambulancia desde allí. A las nueve vienen a recoger a la enana. Marta sube con ella y yo les sigo. En el hospital de Torrelodones nos pasan a urgencias mientras nos asignan una habitación. Nos recibe una pediatra argentina que bromea con la enana, y, después de leer la ficha que le pasan los de la ambulancia, mandan que le pongan un suero con Nolotil. La enana tiene casi cuarenta grados. Son más de las diez y conserva una energía que a nosotros ya nos falta.

Seguimos viendo llegar a los padres con sus hijos. Las pediatras les escuchan con atención y en unos segundos deciden qué van a hacer. No sé si yo sería capaz de hacer un trabajo como ése. Envidio esa llamada de la vocación que te empuja hacia un fin en tu vida, aunque el camino no sea fácil y el trabajo resulte muy exigente : Un padre llega con su hija en pijama y una mano vendada. Un medico mayor se acerca a ver a la niña y habla con dos enfermeras. Mientras le traen lo que necesita, extiende una cortina azul para oculta a la niña. Veo los calcetines de la niña. Uno de ellos está manchado de sangre. Tres círculos rojos. El médico pasea por la sala con las manos a la espalda, ajeno a los gritos de dolor de la niña, que no deja de llamar a su madre. Veo que me sostiene la mirada al descubrir que le observo. ¿Y tú qué haces en la vida?, parece decirme. Cuando las enfermeras vuelven, él se pone dos guantes y se acerca a la niña. Los gritos suben de intensidad. Los pies se agitan con fuerza. El padre intenta, inútilmente, calmarla. Sólo el médico, que le va explicando lo poco que le queda para terminar, parece lograr algún efecto en ella.

La temperatura de la enana va bajando. La pediatra vuelve para mirarle los oídos y la boca.

-Se lo tenía que haber hecho antes, pero no quería molestarla más con la fiebre que tenía – nos dice.

Le preguntamos cuándo nos van a dar una habitación.

-Estamos desbordados – dice sonriendo, como si supiera que en el momento de utilizarla esa palabra ya quedara obsoleta para referirse a la realidad.

A las once nos dan una habitación, la doscientos once, sin cuna. Marta sale a hablar con las enfermeras, que le dicen que van a buscarnos una, pero que no pueden decirnos cuándo la tendremos. Media hora más tarde llaman a la puerta y una enfermera hablando en voz baja, como si hubiera obtenido la cuna con métodos poco éticos, nos dice que no ha podido encontrar las sábanas, que eso ya va a resultar imposible.

Nada más acostar a la enana, se queda dormida. Marta se tumba en la cama y yo ocupo el sofá. Me duelen los riñones La habitación está totalmente a oscuras. Por debajo de la rendija de la puerta principal entra un poco de luz. Escucho las respiraciones de mi mujer y de mi hija y siento que, de alguna forma, no estoy a la altura. Ese desnivel que no sé cómo cubrir.

Me obligo a pensar en otras cosas y es entonces cuando me pregunto si el Madrid habrá ganado. Tendré que esperar al día siguiente para leer la crónica del partido contra el Alavés que el Madrid gana por 0 a 3. Descubro la nueva forma que tienen los jugadores del Madrid de celebrar los goles. El periodista la llama “la cucaracha”. Por lo que veo en una fotografía consiste en tumbarse boca arriba y mover las piernas y los brazos. Ahí están, en el suelo, Ronaldo, Ronaldinho y Baptista. El periodista los disculpa. A mí, después de lo que he visto hoy, me parecen tres gilipollas haciendo el memo. Cuatro, si incluimos al condescendiente periodista.